Homilías    
 
 

El hombre rico y el pobre Lázaro

PADRE HORACIO

 

Domingo 30/sep/2001 

                         

Amós 6.1,4-7

Salmo 145, 7.8-9a, 9b-10
Timoteo 6.11-16
Lucas  16, 19-31

 

Parábola del hombre rico y el pobre Lázaro.

Mis hermanos, frecuentemente pedimos signos, los que oteamos el horizonte y nos encontramos encerrados entre el cielo y la tierra, y pedimos signos extraordinarios, habiéndose dado un signo que es el único válido y terminante, que es Jesucristo resucitado.

 

Salió del sepulcro vivo, como hombre, para nunca más morir, y promete a todos los hombres la realización de este misterio pascual, es decir, de esta capacidad de volver a una vida inmortal. Eso lo inscribió adentro, a través de la fe.

 

De manera que el que mira adentro, no necesita que vuelva otro a resucitar, porque tenemos pruebas suficientes que esta vida no tiene un sentido profundo, si no es que es un anticipo de la verdadera vida.

 

Y este anticipo tiene una manifestación inequívoca, que es la misericordia.

 

La misericordia es la capacidad de tener la tristeza frente al mal ajeno. Miren el mundo, lleno de egoísmos, de envidia que trae la discordia y trae la guerra al final. Esta es la prueba más eficaz de la muerte, y la muerte definitiva. Aquélla que no tiene solución porque murió al corazón. La envidia es todo lo contrario a la misericordia. La envidia es la tristeza por el bien ajeno.

 

Usemos nuestro corazón y veamos realmente. Si no solamente tenemos esa compasión sentimental y simplemente ocasional frente al desastre que vivió tanta gente estos días, o tenemos realmente un sentimiento de misericordia, es decir, de tristeza frente al dolor para restañar tantas heridas con la renovación de una esperanza que nos dice que el hombre ha sido llamado por Dios, su Padre, para vivir para siempre.

 

Hoy vamos a hacer una meditación especialmente consagrada a los que están en este recinto. Recinto interior de la búsqueda del sentido de la vida. Cómo se puede ser responsable sin haber definido para qué vivo. Para qué.

 

Entonces es la rutina de todos los días. Qué cansancio, qué aburrimiento, qué falta de horizontes, qué poca vocación para vivir. Realmente el que encuentra el sentido de la vida amplía tremendamente todos sus días y sus noches y siempre continúa la vida. Y se nace para crecer, desarrollarse y volver a nacer, no morir, porque siempre tiene por delante el horizonte de aquello que no termina.

 

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